En Mateo 13: 31-32 podemos leer sobre la parábola de la semilla de mostaza. Jesús hace una comparación entre el reino de los cielos y una semilla diminuta que, luego de ser sembrada y cuidada, crece en un gran árbol, capaz de dar fruto y refugio para que aves puedan anidar. Las parábolas y metáforas de siembra y cosecha no son inusuales en la Biblia. De hecho, nuestra convención denominacional de este año, “Compartamos las buenas nuevas”, utiliza un trigal como parte de la decoración de la promoción.
¿Quiénes son esas semillas de mostaza? Ciertamente, en las manos de Dios, todos somos capaces de crecer como árboles que puedan dar fruto y abrigo en representación de esa intervención divina en la humanidad. Se me ocurre pensar que esa pequeña semilla, que pudiera pasar por desapercibida, tiene la posibilidad de representar a aquellos que, dentro de nuestra propia iglesia, pueden pasar por desapercibidos de igual forma.
Pensar a la niñez metropolitana como aquellas semillas tan pequeñas, nos propone dos alternativas: la fragilidad de algo tan diminuto o la posibilidad de lo robusto.
Como iglesia, jardinera de cariño, sembrar y cosechar en las generaciones existentes y futuras no nace de un deseo caprichoso ni egoísta, sino de la verdad de que el reino de Dios se multiplica a través de aquellos que socialmente son relacionados con lo insignificante o incapaz. Imagina conmigo a aquel niño que corretea entre las bancas, dejándose formar por el Espíritu de Dios en árbol que brinda refugio y cuidado; adultos mayores que se convierten en parte intrínseca de la formación espiritual, emocional y hasta académica de la juventud y niñez; una iglesia que extiende sus ramas para cubrir a su comunidad; no hay mejor amor que me dé felicidad.