Cuidado con el imperativo "Id"

Una de las cosas que debe estar entrelazada en la “hebra genética” del cristiano es el compartir las Buenas Nuevas, lo que Dios ha hecho, está haciendo y es capaz de hacer. Este llamado a predicarle a toda criatura debe de venir amarrado a una corta reflexión, ¿cómo lo hago y por qué lo hago? Quizás estamos familiarizados con el dicho de Francisco de Asís, “Prediquen el evangelio en todo tiempo y de ser necesario usen palabras”. Este enunciado suena encantador, proyectando una idea de la acción benefactora que refleja el mover de un Dios de amor sin el uso del habla.  Pero, ¿qué pasa con sus PALABRAS de amor? Es por esto que compartir el Evangelio depende tanto de lo que hacemos, como de lo que decimos. Pablo le dijo a la comunidad de cristianos en Éfeso, “Oren por mí, pidiéndole a Dios que me dé las palabras adecuadas para poder explicar con valor el plan de Dios contenido en el evangelio”, porque entendía que este “compartir a Dios”, requería sabiduría. Sí, compartir a Dios, es un acto que depende de un diálogo, una intimidad, una relación y amistad con el otro. Muchas veces hemos querido, inconscientemente o no, obligar a las personas a amar a Dios, “convertirse” (¿en qué?, pregunto yo), arrepentirse. Esto nos hace perder de perspectiva el aspecto relacional que el mismo Jesús  utilizó para presentar a Su Padre a todo aquel que se le acercó, comenzando con la amistad que desarrolló con  los discípulos.

 El mandato divino de “Id y predicad el evangelio” ha sido trivializado, limitando nuestra definición de “predicar” a un púlpito, o a una “tumba cocos” con el último evangelista sonando por la bocina. La relación, no la obligación, con un Dios de amor nos impulsa a NECESITAR relacionarnos con los demás para compartirles las grandes cosas que Dios ha hecho en nuestra vida, y lo que Él es capaz de hacer en las Suyas.

Cuando mi interés en compartir las Buenas Nuevas, está basado en la relación y no en la obligación, cambio de ser un Guardián del Reino de Dios, a ser un Embajador del Reino de Dios. Ya no soy el que vigila quién puede o no disfrutar de la presencia de Dios, sino que me gozo en invitar a todo el mundo a vivir bajo Su sombra, entre Sus brazos. Ya no me esmero en agrandar mi lista de “personas para Cristo”, sino que me esmero en cultivar una relación con el ser humano, fomentando diálogos intencionales de consejos y amor. Es por esto que el acto de evangelizar no puede ser motivado por mi obligación a Dios, sino por mi agradecimiento a Él.

Raquel González