El imperio de la luz de Cristo

“Otra vez Jesús les habló, diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” Juan 8:12.

Hace varios años me encontraba en un museo contemplando un cuadro del pintor belga René Magritte titulado “L'Empire des Lumières” (El Imperio de la Luz). La pintura mostraba un lugar urbano en una calle oscura, y cómo las tinieblas que rodeaban una fachada retrocedían impotentes ante la luz que irradiaba un farol frente a una casa.

Me gustó tanto que adquirí una reproducción la cual tengo colgada en mi casa. Me recuerda los pasajes bíblicos que hablan de cómo las tinieblas no pueden prevalecer ante la luz.

YO SOY LA LUZ DEL MUNDO

En nuestra congregación nos encontramos llevando a cabo un ciclo de estudios bíblicos y sermones basados en las frases conocidas como los YO SOY en la Biblia:  Frases con las que la Biblia nos revela, nos describe, al Dios del cielo.  Más aun, son frases con las que Dios mismo, se presenta y se describe a sí mismo.

Un Dios que la Biblia misma nos dice que “nadie le vio jamás”, pero que “el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18).

Su Palabra nos enseña que ese Dios que nadie “le vio jamás” se nos revela por medio de su creación. Sus atributos (adjetivos en lenguaje humano que intentan describir a un dios indescriptible), nos son declarados, y nos permiten ir conociéndole. La revelación máxima de Dios al hombre, que nos muestra su inmenso amor, la tenemos en el Dios encarnado, el Dios que se desvistió de muchos de los atributos que tenía en Su trono (Fil 2.6), para venir a visitarnos en la persona de Jesucristo.

Jesús, usando la frase YO SOY que ya había sido enunciada muchas veces en el Antiguo Testamento, con la que Dios se nombrara a sí mismo, nos da unas pinceladas que nos enseñan quién es Dios.  Así vemos a Jesús refiriéndose a sí mismo como yo soy “el Pan de Vida”, “el Camino”, “la Verdad”, “la Vida”, etc.  En este escrito nos enfocamos en uno de esos “yo soy”: Yo Soy la Luz del Mundo.

La luz es identificada desde el principio como elemento esencial de la presencia de Dios y de su mano creadora.  En el Génesis vemos como en el principio un mundo que estaba en tinieblas, desordenado y vacío es ordenado mediante el mandato divino de “... Sea la luz; y fue la luz”. (Gen. 1.3). Luego, el Dios de esa creación irrumpe en la historia humana para hablarnos “en estos postreros días” por medio de su hijo, Dios encarnado en la persona de Jesucristo (Heb.1.2).

Desde el nacimiento mismo de Jesús vemos la expresión de este atributo de Dios como luz: “El pueblo asentado en tinieblas vio gran luz ...” (Mateo 4:16), cumpliéndose en Belén del siglo 1, lo dicho por el profeta Isaías siete siglos antes (Isaías 9:2).

La luz también se nos muestra en la Biblia como una manifestación de la gloria de Dios.  Por ejemplo, cuando Moisés le pide a Dios “te ruego que me muestres tu gloria”, y el Señor le concede verla “de lejitos”, y escondido en la hendidura de una peña, Moisés desciende del monte Sinaí con el rostro resplandeciendo (Ex. 33:18, 34:29). Ese encuentro con el Dios que es luz había quedado reflejado en el rostro de Moisés.  Esa revelación de Dios se menciona en la Biblia a veces como el Sol de Justicia (Malaquías 4:2), y como el Lucero de la Mañana (2 Pedro 1:19).

Ese Dios que “nadie le vio jamás”, y que se nos muestra a través de Su creación, se reveló, en una forma más íntima con los hombres en la persona de Su Hijo Jesucristo. Esa luz que nació en Belén mostró la gloria de Dios en una forma más completa que como le fue mostrada a Moisés en el Sinaí. En Jesús, esa gloria de Dios fue vista en una de las experiencias más extraordinarias que tuvieron tres de sus discípulos en el monte de la transfiguración. Vieron a un Jesús que conversaba precisamente con Moisés y el profeta Elías.  En esos momentos, Jesús “se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz” (Mt. 17.2; Mr. 9.2‑13; Lc. 9.28‑36). Décadas después, Juan y Pedro, dos de los que allí estaban, escriben:

Juan: 

“... y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad…” (Juan 1:14).

Pedro:

“Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo.  Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones ...” (2 Pedro 1:18‑19).  Esa misma luz de Dios, que en Cristo vino a la tierra, no solamente presentó la gloria de Dios, sino que también (como al principio) ese Verbo vino a desplazar y a vencer las tinieblas del pecado.

Jesús usó la obra de Dios, su creación física de la luz, como metáfora para enseñar sobre otra obra de Dios en el plano espiritual. La Biblia nos habla de la experiencia del pecado como vivir en tinieblas, en oscuridad.  Jesús nos dice que, así como la luz física vence la oscuridad en el plano físico, la luz de Dios vence las tinieblas del pecado en el plano espiritual.  Y eso le da otro significado al oírle decir Yo Soy la Luz del Mundo.

Venimos al mundo en un estado espiritual de tinieblas, de pecado que nos aleja de Dios. Es decir, en un mundo donde todo el que vive sin Dios vive en la oscuridad del pecado.  Pero en medio de esas tinieblas tenemos una gran esperanza en aquel que nos dice “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.  La esperanza que vivió aquel pueblo que, en sus tinieblas vio la gran luz que nació en Belén, es la que estamos llamados a recibir y compartir: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9).

A los que recibimos a Jesús, y vivimos en él, la Palabra nos dice: “Pero si vivimos en la luz, así como él está en la luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesucristo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).

La luz del sol brilla para todos. Para los que creen en Dios, y los ateos; para los que le han confiado su vida a Jesucristo como los que no lo han hecho.  Así también la luz de Dios en el plano espiritual está disponible para todos, pero se recibe por conducto de Jesucristo.  Se trata de un acto individual entre tú y Dios;  se trata de mirarlo y poner la confianza en el Sol de Justicia:“Mas a vosotros los que teméis mi nombre, nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación; ...”  (Malaquías 4: 2a).  Como se lo dice a Isaías: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra: porque yo soy Dios, y no hay más” (Is. 45:22); a fin de que como nos dice Pedro, “el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones”.

Ciertamente es hermoso leer y conocer de esto, pero más hermoso e importante ES experimentarlo. Como dije, se trata de un acto individual entre tú y Dios, como lo recoge este poema:

Vino el Lucero del Alba,

al escuchar Dios mi clamar.

(No encimita del palmar,

ni en el moño de una palma).

El vino a salvar mi alma,

buscándome en mi vacío.

Estando yo muy perdío

-por mi salvación, clamando-

Me dijo: te ESTOY salvando,

por la cruz del Hijo mío.

 Si también de tu bohío

lo estuvieras tú mirando,

Si estuviérasle esperando,

diciéndole: “En ti confío”;

te liberta, cual cautivo,

quita el yugo de tu alma.

Pues el Lucero del Alba

‑el que nos libra del Hades‑

no en palmas, ni en cafetales,

Él habitará en tu alma.

Mi oración y mi deseo es que tú, querido lector de estas líneas, hagas tuya esta provisión de Dios, recibiendo a Jesucristo como tu Señor y Salvador. Que “también de tu bohío lo estuvieras tú mirando, y estuviérasle esperando, diciéndole: En ti confío”.

Edgardo Muñoz