Vivimos en ajetreo. Los segundos del reloj con su movimiento indican el ritmo para que nos movamos y cumplamos con tareas que nos cayeron en las manos y nos corresponde ejecutar. De manera paralela, también se mueve nuestro corazón. Palpita segundo a segundo. En ocasiones acelera por la agitación de las circunstancias y en otras disminuye por la quietud que encontramos. Con ello surge la ansiedad y el manejo de estrés que nos incauta cuando no lo invitamos.
Me parece que esto suele ocurrir en la época festiva de la navidad. Entre las reflexiones de lo que celebramos en nuestra fe junto a lo que ocurre alrededor de nosotros, transitamos entre tensiones y quietudes que engañan nuestro enfoque. Desde ahí se nos encoge el corazón colmado de congoja, en una búsqueda insistente de la paz. El problema de esto, es que reducimos el significado de la paz a un estado mental o emocional. En el Derecho Internacional se ha definido la paz como aquello que ocurre en la ausencia de guerra. Esta conclusión me resulta en particular, por que considera la atrocidad de la pelea como factor de medición para definir la paz.
Sin embargo, el dilema que encontramos con eso, si al no haber guerra tenemos paz. Todos sabemos que tal cosa no es cierta. Hoy no estamos sumergidos en conflicto bélico internacional, pero no podemos decir categóricamente que sea indicativo de la paz. La pregunta obligatoria sería: ¿Es la paz el resultado de la ausencia o mas bien de la presencia? Creo con todo convencimiento que la paz es mas bien el derivado de la presencia de aquello que nos hace sentir esperanzados, gozosos y amados. No puede haber paz cuando hay desesperanza, desconsuelo y odio en el corazón. En ese caso, la paz tiene que ver con lo que se hace palpable cuando pensamos que no hay posibilidades.
Al trasladarnos a los eventos que surgieron en Belén de Judea durante el nacimiento de Jesús, esto se pone más de manifiesto. Allí ocurrió uno de los eventos más extraordinarios que brindan lecciones de vida. Entre la tensión, la confusión y la opresión, vino el amor, la esperanza, el gozo y la paz. El cántico angelical en el nacimiento de Jesús fue: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los que gozan de su buena voluntad” (Lucas 2:14, NVI). Al Cristo nacer, nos recuerda que podemos encontrar paz. La vida no queda en la tentación de ser presos del tiempo, las tareas de otros y logros que solo satisfacen nuestro ego. La paz es comprender que puede haber un mejor porvenir en medio de toda las cosas que atravesamos.
No queremos quedarnos en la idea que al haber ausencia ocurre la paz. Mas bien tiene que haber presencia de Dios en los pesebres que son excluidos por que no contienen la belleza que impresiona a los demás. Por eso al reconocer que Emanuel es Dios con nosotros, la presencia de Dios en medio nuestro no tiene que ver con lo ausente. Se necesita de un encuentro con el niño que el mismo ángel mensajero anunció que no había por que temer.
Tengamos paz. Cristo ha nacido. No hay por que temer. Dios es fiel a sus promesas para tu vida.
Bendiciones,
Eliezer Ronda