Todos sabemos que no hay nadie perfecto. No creo que haya una persona que pueda decir que es intachable y que en algún momento no se haya equivocado. Todos en alguna ocasión, por diversas razones, hemos cometido errores y fallado en el desempeño de lo que se esperaba que hiciéramos. Desde no contestar bien una pregunta o premisa en un examen, hasta tomar una ruta equivocada cuando vamos a un destino o borrar de la memoria algún compromiso de pago que teníamos que hacer. El asunto es que hay una gran diferencia entre cometer algún error a transgredir la ley. El gran desafío en esto es que muchas veces no asumimos responsabilidad en lo que hacemos.
Recuerdo que cuando jugaba béisbol en las ligas juveniles, con los Potros de Las Lomas (no puedo evitar decirlo), una de las cosas que más incomodaba a mi dirigente (quien era mi tío Willie), era que en los momentos en que no hacíamos algo bien, lo despacháramos con la frase: “Mala mía.” Eso era igual al dicho: “Perdona Sae”. Para él, no hacer lo que teníamos que hacer y no asumir acciones con respecto a lo que no habíamos hecho, era faltarle el respeto al juego y por ende al equipo. Asumir que eso no era nada y que había sido un error, a veces costaba el resultado del juego y tal vez perderíamos el campeonato. En el deporte, nos referimos a un juego, pero en ocasiones, la vida requiere que tomemos acción por nuestras faltas para no afectar el resultado de nuestras relaciones.
Hablar de pecado nos incomoda, porque ciertamente no nos gusta que nos identifiquen como personas pecadoras. Tal vez, es porque el pecado contiene de manera directa una clara referencia a la condenación. En otras palabras, al pensar en pecado, pensamos en castigo. Esto es una de las cosas más complejas de las relaciones humanas. Porque el pecado en esencia, es el rompimiento de las relaciones en cómo estaban o en algún momento estuvieron concebidas.
Sabemos que Cristo vino para restaurar la relación con nosotros a pesar de nuestro pecado. Mientras el pecado trae como consecuencia, el evangelio es la buena noticia que hace que podamos ser restaurados. Su propuesta es transformar el fin de la condenación en uno de relación restaurada para la sanidad. Eso requiere madurez de nuestra parte y reconocer nuestro fallo. A fin de cuentas, quien reconoce su pecado, desarrolla humildad. Quien se hace humilde puede restaurar la relación. No reconocer nuestro pecado, es el camino del orgullo y nos lleva a una espiral perdida.
El salmista lo escribió de esta manera: “Bueno y justo es el Señor; por eso les muestra a los pecadores el camino. Él dirige en la justicia a los humildes, y les enseña su camino” (Salmo 25:8-9, NVI). Decir: “mala mía”, no es igual a humildad. Comprender que fallamos y que esto lacera las relaciones, es signo de madurez y apertura a conocer la dirección de Dios al corazón. Que Dios nos dirija a ser humildes y maduros para ser restaurados.
Bendiciones,
Eliezer Ronda Pagán