Me atrevo a pensar que uno de los juegos universales de todos los niños en el mundo es el del escondite. Lo hacemos con los infantes en su proceso de aprendizaje, en la niñez como parte de nuestro recreo y en la adolescencia en cualquier oportunidad de esparcimiento. En la adultez, tampoco lo absolvemos en su totalidad. Es un encuentro entre la diversión y el compartir con el otro.
La idea de no dejarnos ver, intenta poner a prueba el ingenio que puede tener la otra parte para encontrarnos. Por otro lado, está el que busca por cualquier “recoveco” en dónde probablemente se ha escondido la otra parte. La idea de buscar al escondido estriba en hacerlo en donde menos pensamos. De igual manera, si somos quienes nos escondemos, hacerlo en el lugar menos pensado par ser encontrados por el otro. Es la idea de tratar de pensar en lo que el otro piensa con el fin de descrifrar lo que cree en un momento dado.
Así mismo es la experiencia de la fe en el ser humano. Como premisa, la fe es un caminar que no se fundamenta en lo que se ve. Es la seguridad de aquello que trasciende lo que nuestros sentidos pueden identificar. En este caso, no hablamos de la fe como algo del futuro, sino como aquello que forma nuestros valores y convicciones de quién es Dios. Digo esto, porque como hemos reflexionado antes, no es lo mismo conocer a Dios desde nuestra infancia que conocerlo en la adultez. No es igual abrazar las historias bíblicas como niños, que abrazarlas cuando desarrollamos todo el análisis crítico que nos presenta la vida en diversas dimensiones.
Aquí es que surge el juego de escondite para tratar de encontrar a Dios en los espacios imaginados. Pero, ¿qué tal de hacerlo en donde no se nos había ocurrido que pudiera estar o dirigirnos? Tener fe no debe ser sinónimo de ser religiosos simplistas. No es un juego al azahar en el cual digamos estribillos como palabras de buena suerte para que las cosas nos vayan bien. La fe nos debe llevar a la madurez de quién es Dios y cómo se relaciona con todos en nuestra búsqueda. Ya lo dijo Anselmo que la fe busca entender. Es decir, la fe no parte del vacío ni de la superstición.
Cuando Pablo se encontró con los filósofos en el Areópago de Grecia, conversó con ellos sobre el altar donde tenían al Dios no conocido. Conversó con ellos de la fe, la necesidad humana de conectar con lo desconocido y esto a la luz de los debates de las ideas de ese momento, puesto que cualquier propuesta de alguna divinidad debía ser aceptada por esa comunidad intelectual propagada.
Lo interesante es que el Dios que Pablo presentó no jugaba al esconder. Mas bien se hacía presente a través de la oferta de amor a la humanidad. Pero la idea de un dios preconcebido a raíz de la venganza el odio y la superioridad escondían esos atributos que Pablo intentaba compartir. En ese caso, creo que muchos de nosotros tendemos a adorar a un Dios desconocido, porque no nos hemos dado la oportunidad de profundizar en su trato con el ser humano y sus misterios.
Para abordar la puerta de embarque, una de las cosas en las que debemos darnos la oportunidad es conocer profundamente quién es Dios. Así lo destacó Pablo el texto bíblico: “Esto lo hizo Dios para que todos lo busquen y, aunque sea a tientas, lo encuentren. En verdad, él no está lejos de ninguno de nosotros, puesto que en él vivimos, nos movemos y existimos”. Como algunos de sus propios poetas griegos han dicho: “De él somos descendientes” (Hechos 17:27-28, NVI). Pablo partió desde la realidad de la búsqueda de esas comunidad de filósofos y como Dios podía responder a sus necesidades.
La búsqueda es una actividad natural humana. El enfoque es una virtud del corazón que busca. Que como iglesia, podamos buscar y encontrar lo que tal vez no habíamos encontrado en este proceso de nuestra vida. Es tiempo de buscar y encontrar. A fin de cuentas, Él ya nos encontró.
Bendiciones,
Eliezer Ronda