Me atrevo a pensar que a todos nos gusta avanzar. Puedo hasta recordar a muchas personas que me han dicho que para atrás ni para coger impulso. Hay como un llamado interno a siempre caminar hacia el avance y los logros. Vivimos en esa sociedad de consumo que intenta tener cada vez más como medida éxito y reconocimiento. Vencer se convierte en una emoción extraordinaria en todo lo que se ejecuta, desde un juego de mesa, de vídeo y de alguna competencia deportiva. El resultado de la victoria supone que hemos prevalecido contra el oponente y que logramos un mejor resultado ante el choque en el que nos enfrentamos. En otras palabras, ganar es similar a avanzar.
Lo interesante es que el evangelio propone algo distinto como medida de avance. En aspectos básicos nos supone que lo medular, estriba en cuánto hacemos para crecer. Es un asunto que trasciende lo cuantitativo y enfoca lo cualitativo. En esencia, se ubica en cómo Dios comienza a tener mayor relevancia. Nosotros somos facilitadores en el proceso de formación y desarrollo de los demás. Esto es fundamental cuando intentamos inspirar a la nueva generación en un encuentro con Jesús.
En una ocasión, Juan el Bautista, recibió quejas de sus amigos que decían que Jesús estaba ganando más adeptos que él. Su respuesta fue que su interés siempre estuvo en preparar el camino y que sus oyentes se enfocaran en Jesús. El texto bíblico lo supone así: “Por lo tanto, oír que él tiene éxito me llena de alegría. Él debe tener cada vez más importancia y yo, menos” (Juan 3:29b-30, NTV).
Cuando nos ubicamos en el ministerio de servir a las nuevas generaciones, debemos enfocarnos en cómo podemos lograr avanzar en la iglesia y ante todo, quién es nuestro aliado para mejorar. Por eso, la prisa en los logros no es determinante del éxito. Quien más sabe no siempre es igual a alguien maduro. De igual forma, los premios tampoco son determinantes de sabiduría. Jesús afirmó que aquel que hace la casa sobre la roca sólida se hace sabio y quien la hace en un terreno arenoso, se vuelve necio. Nuestro interés es que al construir, la iglesia y la familia caminen de la mano con la paciencia que se necesita para que el avance sea resultado de la obra de Dios en el corazón de quienes estamos llamado a formar. Cuando en la iglesia elaboramos ministerios enfocados en tener más niños, adolescentes y jóvenes, pero excluimos a la familia de ese proceso, pudiera ser que la familia del joven sienta que la iglesia actúa en perjuicio de lo que son por tener más en su reunión. En ese caso, ni la iglesia gana y peor aún, la familia pierde. Es el engaño de un avance que en realidad es retroceso del proceso.
Acompañar a los niños es una de las tareas más significativas que la iglesia debe desarrollar con la finalidad de llevarles a crecer en su fe en Cristo. Esto requiere un trabajo que nos enfoque en lo trascendental, más que en lo trivial. La pregunta que nos tenemos que hacer es: ¿Quién avanza en este trabajo? ¿Cuáles son las gestiones esenciales? ¿Quién pierde? ¿Qué es trivial en el ejercicio de hacer iglesia? Para construir un legado con los niños que pueda ser duradero, nos toca darle a Dios la prioridad para que podamos crecer en aquello que tiene para nosotros. Lo que hayamos atravesado y nos ha marcado, se lo dejamos a él. Con cautela ponemos nuestra mirada en Él y transitamos hacia lo que tiene para nosotros. Lo decimos como Pablo: “Hermanos, yo sé muy bien que todavía no he alcanzado la meta; pero he decidido no fijarme en lo que ya he recorrido, sino que ahora me concentro en lo que me falta por recorrer. Así que sigo adelante, hacia la meta, para llevarme el premio que Dios nos llama a recibir por medio de Jesucristo” (Filipenses 3:13-14, TLA).
Que así sea.
Dios les bendiga,
Rev. Eliezer Ronda