Ser comunidad es mas que estar en un lugar. La idea de ser comunidad usualmente es asociada con compartir espacios comunes de mercado, educación, salud pública, seguridad y de “ir a la iglesia”. Sin embargo, sabemos que es probable que estemos en un lugar y no nos sintamos parte de este lugar. En ese caso, podemos estar, pero no ser. La comunidad en ese sentido trasciende la ubicación y se forja en la relación. Este es el gran reto de ser y hacer comunidad en el llamado de la iglesia. Esto afecta como operamos con quienes componen nuestras congregaciones y como podemos hacerles sentir que en tiempos de distanciamiento, puedan sentirse cercanos.
En una ocasión, Jesús se encontró con una comunidad de leprosos que salió a su encuentro para pedirle por su situación. Querían ser sanos. No es para menos, pues para aquellos tiempos, la lepra era distintivo de vergüenza pública que constituía en el destierro de tu comunidad. El texto lo relata así: “Un día, Jesús siguió su viaje hacia Jerusalén, pasando por Samaria y Galilea. Cuando entró en un pueblo, diez hombres que estaban enfermos de lepra le salieron al encuentro. Ellos se pararon un poco lejos de él, y le gritaron: ―¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!” (Lucas 17:11-13 NBV).
De aquí podemos notar varias cosas interesantes:
Jesús transita entre comunidades que habían tenido sus roces como Samaria y Galilea, que de igual manera no le eran obstáculos a la lepra, que era la epidemia de aquel tiempo.
Los leprosos se habían formado en una nueva comunidad por que no eran parte de la gran comunidad de los sanos. Tanto judíos como samaritanos con la condición, compartían espacios comunes, pues tenían el mismo padecimiento.
Hablar con los enfermos había que hacerlo desde la distancia, pues eran focos de contagio y no involucrarse con los demás.
Es duro lo que ocurre cuando la enfermedad nos ataca tanto físicamente como emocionalmente. Después de todo, nuestra verdadera condición emocional, social y espiritual se manifiesta con la enfermedad. En tiempos de pandemia caemos en la sospecha. Miramos de reojo al otro y cualquier acercamiento es catalogado como riesgoso. De ahí que el distanciamiento social que no es nada mas que una amenaza ante la proximidad. Esto supone un gran reto a nuestra cultura latinoamericana que tanto goza de los abrazos, los besos y el afecto fraternal donde quiera que haya gente. La plaga del COVID-19 se ha constituido como la base para redefinir el cariño.
La iglesia no es ajena a esta situación. Hemos sido afectados de manera directa en como operamos. Bien habíamos dicho que la iglesia no está circunscrita al edificio o al templo, sino a la gente, pero tal vez, en muy pocas ocasiones habíamos sido confrontados con la realidad que para muchos son los edificios quienes definían la misión. El cultocentrismo y el templocentrismo había caído en la frivolidad de actividades que no eran cultivo de relaciones y de edificios que no eran refugios para los oprimidos. La pandemia ha sido a toda costa, una confrontación forzosa de lo que decimos ser y tal vez era imaginario idealista de comunidad sin verdaderamente serlo. Tal vez, como la lepra genera deformación al cuerpo, y el COVID-19 una amenaza a la respiración, necesitemos repensar que somos como Cuerpo de Cristo y cual es la actividad pneutamológica del Espíritu que necesitemos desarrollar en esta nueva realidad.
En una ocasión leía acerca de que diría nuestra comunidad, si de repente desapareciéramos del panorama. Las preguntas obligadas son: ¿Nos extrañarían? ¿Se darían cuenta? ¿Sería diferente ante nuestra ausencia? Estas preguntas ya no son hipotéticas. Son realidades que nos toca responder con la mayor honestidad. No se trata de lo que quisiéramos oír, sino mas bien de lo verdaderamente expresamos y hacemos oír. La pandemia nos ha llevado al distanciamiento social y con ello verificar si hay distanciamiento espiritual. Nos toca considerar si nuestra espiritualidad es saludable o en cambio resulta en el ejercicio de una religión tóxica.
Partamos que la espiritualidad es un cuadrilátero. Este no es de lucha libre ni de boxeo. Mas bien es de identificar las columnas que sostienen una fe sólida. La sana espiritualidad considera como nos relacionamos con Dios, con nosotros mismos, con los demás y con la naturaleza. Ante una vida de ajetreo y de ministerio de púlpito, es altamente probable que caminemos de prisa y no nos detengamos para meditar, conversar, compartir y escuchar. Este proceso ha logrado el darnos la oportunidad de ser desafiados. Me parece que la misma naturaleza de la cuarentena social, nos lleva a meditar en todas estas áreas. Hemos sido trastocados en nuestra manera de relacionarnos. Me atrevería a decir, que hemos sido desafiados a pensarnos como la metáfora que presentó Pablo, al decir que somos el Cuerpo de Cristo. Aunque cada miembro del cuerpo sea diferente, está relacionado entre sí y por ende, es parte del mismo cuerpo.
En estos tiempos de aislamiento necesitamos mas que nunca entender que somos un cuerpo y no una fábrica de prótesis que hace injertos en vez de restaurar el mismo organismo. Nuestro acercamiento al uso de los instrumentos de las plataformas digitales, deben llevarnos a una seria reflexión de como podemos construir puentes de conexión que se relacionen con un mundo afectado por la desesperanza. De lo contrario, nos podemos constituir es promotores del distanciamiento espiritual de las comunidades a las que les servimos y que planteen que nuestra relación con Dios es una tóxica, pues no se ubica en encuentro con el dolor del otro.
En una ocasión, el teólogo Dietrich Bonhoeffer escribió lo siguiente: El que puede estar a solas, guárdese de la comunidad. El que no está en comunidad, guárdese de estar a solas. Cada una de estas condiciones tiene en sí profundos escollos y peligros. El que quiere tener compañerismo sin soledad, entra en un vacío de palabras y sentimientos; y el que busca la soledad sin compañerismo perece en el abismo de la vanidad, del amor obsesivo de sí mismo y de la desesperación.
El llamado de Bonhoeffer nos invita a que necesitamos retirarnos sin dejar de conectarnos, y necesitamos estar juntos sin dejar de buscar nuestro espacio para meditar y reflexionar. La pandemia nos mostrado cuan cercano a la comunidad hemos sido y si el narcicismo eclesial nos ha dominado. De igual manera, si poseemos una verdadera respuesta al dolor de nuestras comunidades que trasciendan nuestras “producciones improvisadas” en las redes. Si la metodología ha secuestrado la misión, hemos caído en la fatiga del virus que cada vez compromete nuestro funcionamiento social.
El grito desesperado de aquellos leprosos es el mismo grito desesperado de todas las naciones que el COVID-19 ha conectado. Las naciones que no se hablaban, ahora tienen que conversar para tomar medidas ante la situación. La enfermedad ha revelado la enfermedad profunda de las relaciones. Nos toca estar listos con una espiritualidad renovada, pues Jesús envió a los leprosos a encontrarse con los sacerdotes para dar fe de su sanidad. Eso requiere fortalecer las columnas de nuestras relaciones que tenemos con Dios, entre la comunidad de fe, con nuestro sector y con el entorno que tanto hemos afectado. Necesitamos una renovación espiritual que restaure y responda al corazón de nuestros pueblos.
La recomendación paulina a los efesios fue: “aprovechen bien cada oportunidad, porque los días son malos; no sean tontos, sino traten de entender cuál es la voluntad de Dios. No se embriaguen, pues no se podrán controlar; más bien dejen que el Espíritu Santo los llene y controle” (Efesios 5:16-18, NBV). Nos toca retomar la sabiduría para que el aislamiento no se transforme en exclusión. Al superar eso, llegaremos a presentar el mensaje poderoso de la reconciliación que forja la renovación. Que el Espíritu Santo nos llene para dar un aire nuevo a quienes hoy viven sofocados en la desesperanza de esta pandemia.
Eliezer Ronda Pagán