Somos parte de una cultura musical. Para cada motivo de encuentro comunitario buscamos espacio para la música. Con ella, celebramos de diferentes maneras que se nos pueda ocurrir, la razón por la cual nos encontramos. De ahí que el dicho “el mono baila con la música que le pongan”, responde a cómo reaccionamos a las circunstancias que nos rodean y como podemos manejarlas mas allá de los desafíos que se nos presenten. De igual manera, la vida está llena de diversos ritmos, sonidos y dinámicas que requieren sensatez para comprender el pentagrama por el cual nos movemos.
Cuando era adolescente, cantaba en el coro de la escuela. El director del coro nos entregaba una pieza nueva, la partitura, cada vez que íbamos a “montar”. En mi caso, no entendía ni papa. Comprendí que lo importante era aprenderme el arreglo de mi voz y fijar mi mirada en el rostro del director en los ensayos. Eso incluía los ademanes de manos que hacía. El día del programa ocurría la dinámica que el maestro quería y desarrollaba la canción. En ocasiones, nos pedía un “diminuendo” para disminuir el volumen de lo cantábamos y en otras nos pedía un crescendo. Ese era mi favorito, pues la potencia impregnaba la sala y entusiasmaba a la audiencia con el arreglo interpretado.
En los procesos que transitamos en la vida, nos movemos en pentagramas que requieren ubicar nuestra mirada en el rostro del director de nuestra vida y de ahí responder en obediencia a las directrices que nos brinde para hacer de nuestra vida una melodía hermosa que dé honra al autor de la pieza. De igual manera, hay cientos de miradas contemplando nuestras interpretaciones y las dinámicas con las cuales ejecutamos los acordes. Lo significativo es poner nuestro enfoque en el director.
Así lo destaca el texto cuando dice: “Fijemos nuestra mirada en Jesús, pues de él procede nuestra fe y él es quien la perfecciona. Jesús soportó la cruz, sin hacer caso de lo vergonzoso de esa muerte, porque sabía que después del sufrimiento tendría gozo y alegría; y se sentó a la derecha del trono de Dios” (Hebreos 12:2, DHH).
Hace varias semanas meditábamos en cómo podemos desarrollar una fe madura y sabemos que para madurar tenemos que crecer y para crecer, tenemos que pasar el tiempo. No podemos crecer sin tomar tiempo. No podemos hacer eso quitando nuestra mirada del director de nuestra vida. De lo contrario, haremos las cosas a destiempo y peor aún, con desafinación. El cristiano requiere que su fe madure y haga un “crescendo” e impacte los corazones de toda aquella gran audiencia que observa y contempla nuestra canción.
Es tiempo de inspirar, bendecir y motivar el corazón de quienes están a nuestro alrededor. Sigamos al Director para que el crescendo de nuestra fe, inspire a unirnos en una sola voz de alabanza al Gran Compositor de la vida.
Bendiciones,
Eliezer Ronda Pagán