Comienzo haciéndoles una confesión. Cuando era niño y adolescente era fanático de la lucha libre. Me refiero a esas telenovelas que siempre tenía alguna trama de reyerta, venganza y hasta romances. Bien sabían los sabihondos del mercadeo de los medios, que mientras las mujeres preferían las telenovelas “románticas”, los varones eran atrapados con programas de fines de semana con hombres sin camisa que se agredían entre piruetas y gestos exagerados para avivar las masas de los que iban.
Uno de los tipos de lucha que más llamaba la atención en Puerto Rico, eran las famosas luchas en cuadriláteros con alambres de púas o enjaulados donde el perdedor debía hacer algo drástico con su imagen. Esas eran las peleas de máscara vs cabellera. Usualmente era un luchador “pelú” que se enfrentaba a un enmascarado y el atractivo era ver como sería la persona luego del combate. Ciertamente, muchos querían ver rapada la cabeza de los peludos pero lo más que llamaba la atención era ver el rostro escondido detrás de la máscara de tal personaje. Eso era el mejor momento de la trifulca. Ya habíamos escuchado su voz. Sabíamos de sus movimientos y hasta conocíamos de sus “manías”, pero jamás habíamos visto su rostro. Era ese momento en que el misterio era el camino que no nos permitía acceder a la realidad.
El proyecto de la vida es uno similar. Sabemos que tenemos un llamado de Dios para nuestra vida. Pero es probable que todavía luchemos o intentemos esconder asuntos que son muy particulares entre nosotros. Nos movemos en combates constantes con los procesos cotidianos y hasta escondemos la realidad de nuestro rostro por vivir amenazados por lo que otros puedan pensar y decir acerca de nosotros. Somos muchos los que en diversas etapas nos hemos encontrado en esas encrucijadas de preferir tapar la honestidad por impresionar y obviar nuestra identidad. Tales cosas son muy peligrosas.
Es común oír la expresión de algunas mujeres que pueden decir “es mejor muerta, que sencilla”, dando por entender que es preferible no mostrar algunas realidades de su rostro y luchar con la tentación de impresionar a los demás con su vestimenta. Eso, como sabemos, es vanidad pura que engaña y oprime nuestro corazón por intentar agradar a los demás sin disfrutar sobre quiénes somos de verdad. En el caso de los hombres, más que una expresión, se torna en un acto absurdo de machismo espantoso, donde damos por hecho que los hombres ni lloramos y tenemos la necesidad de contar con cuantas mujeres sea posible para sentirnos “hombres”.
Mi deseo sería decir que esas cosas no ocurren con los cristianos, pero la realidad es que somos quienes luchamos con esos detalles. Con esto no hago referencia de que no hay que acicalarse y ser pulcro. No hay ningún mal en resaltar la belleza de nuestra vida. Donde radica el pecado del corazón es en querer mostrar una falsa identidad de quiénes somos y en no reconocer nuestra fragilidad. Nuestro llamado como hombres y mujeres que pueden ser instrumentos de bendición y transformación para el corazón de nuestro pueblo no puede esconder nuestra debilidad. En un momento dado, Jesús se encontró con una mujer que solo sabemos que era samaritana. Sus relaciones de pareja, por las circunstancias que fueran, habían sido difíciles. Había tenido cinco matrimonios y estaba con alguien que no era suyo. Vivía entre el dolor del fracaso, la soledad y pudiéramos decir de la apariencia. Lo interesante es que desde esa realidad dura, se encontró con Jesús. En ese diálogo, Jesús le dice: “Pero se acerca el tiempo —de hecho, ya ha llegado— cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. El Padre busca personas que lo adoren de esa manera. Pues Dios es Espíritu, por eso todos los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad” (Juan 4:23-24, NTV).
La experiencia de la adoración no impresiona a Dios por lo que hacemos. Le adoramos por quien Él es. Reconocemos su grandeza y su poder a pesar de nuestra debilidad. Nos ubicamos en la realidad de ser genuinos en nuestra respuesta a Dios por quien es. Pablo lo escribió de esta manera: “Por lo tanto, amados hermanos, les ruego que entreguen su cuerpo a Dios por todo lo que él ha hecho a favor de ustedes. Que sea un sacrificio vivo y santo, la clase de sacrificio que a él le agrada. Esa es la verdadera forma de adorarlo. (Romanos 12:1, NTV).
Nos toca consagrarnos con sinceridad en como somos en un sacrificio vivo que busque honrar a Dios en todo lo que hagamos sin vivir de apariencias. Para eso, la adoración no puede quedar secuestrada en un templo. Nos corresponde llevarla a cabo en todo lo que hacemos. Mostremos nuestro rostro y dejemos que la luz de Cristo alumbre nuestro ser. Así adoramos en espíritu y en verdad. Quítate la máscara y adora.
Bendiciones,
Eliezer Ronda